Acabado el curso escolar, muchos niños y niñas se van de campamento. Tienda, saco de dormir, linterna, cantimplora, gorra… no sólo los objetos, sino tambien las palabras, se desenpolvan, se afilan y vuelven a formar parte de un mundo real y mágico al mismo tiempo.
Real porque de repente un árbol es exactamente un pino rojo, un pájaro de colores es un abejaruco – pero si es gris, grande, vuela pausado y se le adivina un cuello blanco, es un buitre – un río es el Torrent del Bosc, una fuente es la Fuente Negra, un lago es el Ibón de la Mora, una montaña es el Perafita… Todo cobra su nombre y su sentido.
Mágico porque nada vuelve a ser igual después de una batalla con las piñas pequeñas y redondas del pino rojo, después de fotografiar sigilosamente al abejaruco, de observar con prismáticos al buitre, de remontar el Torrent del Bosc con el agua por las rodillas, de refrescarnos con el agua de la Fuente Negra, de bañarnos en el Ibón de la Mora, o de respirar profundamente tras la ascensión al Perafita.
Una semana de acampada -como mínimo- está entre las experiencias educativas irrenunciables. Y por eso creo que deberíamos asegurar que todos nuestros niños y niñas pueden vivirla alguna vez.