Forma parte de la liturgia montañera exagerar un poco al contar las hazañas que se alcanzan. El tiempo siempre se vuelve amenazador en el último instante; la nieve siempre está más dura de lo normal; la roca siempre se resquebraja… pero, por supuesto, el equilibrio, pericia y fortaleza de los protagonistas siempre consigue vencer todos los obstáculos.
No se puede decir que sea una mentira: ¡todo el mundo sabe que se está exagerando! Incluso, en franca complicidad, el cuaderno del refugio donde se recogen las gestas montañeras se bautiza como «libro de piadas», que es casi como decir libro de fantasías…
Esto tiene mucho que ver con la fascinación por lo heroico, lo esforzado y lo llevado al límite: el pico más alto, la ascensión más rápida, el desnivel más bestia… ¡el mito de la supervivencia!
Y, sin embargo, hay muchísima magia en la montaña discreta, aquella que no presenta grandes desafíos, aquella que hace que los supermanes te sonrían con amable condescendencia. Es la montaña que muchas veces proporciona experiencias intensísimas, casi místicas, de paisaje, panorámica, luz, aire transparente, silencio majestuoso… Como la travesía del Port de Vielha que hicimos hace dos días y que refleja la foto que acompaña este post:
Una ruta de ascenso en dos horas y media desde la boca sur del túnel de Vielha hasta el collado, en una mañana soleada y clara, sin nubes, sin demasiado frío y completada con un descenso por el valle obago, donde fue necesario calzarse los crampones. El itinerario bien señalizado, sin desorientación posible. Salvamos un desnivel de 800 metros en la subida y 1000 en la bajada, cosa que está muy bien, pero tampoco es para creerse un Kilian Jornet…
Ciertamente, al menos en la montaña, es muy gratificante salvar retos de esos que provocan un aumento de autoestima y la admiración de quienes nos rodean, pero disfrutar de lo que la naturaleza ofrece en cada momento creo que nos deja un poso más profundo y más duradero.