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La maestría produce admiración y bienestar

Yo no era modesta ni trabajadora, ni me desvivía por aprender, y sin embargo no me encontraba a gusto con las gentes hasta que las llevaba al terreno de aquellas cosas que sabían mejor que yo; si no, no les sacaba substancia. Fuese lo que fuese, aunque yo no hubiese de hacerlo jamás: ver cepillar una tabla al carpintero, ver al carnicero separar con el cuchillo el hueso de la carne; cuando lo hacían con verdadera maestría me producía una admiración y un bienestar que yo no podía expresar más que diciendo: «Eso es hacer las cosas como Dios manda».
Estaba yo en el metro de Madrid hace unos pocos días y me encontré cara a cara, pegado a una de las paredes del vagón, con este texto de Rosa Chacel, un retazo de las Memorias de Leticia Valle que yo no conocía.
Forma parte de la campaña de fomento de la lectura Libros a la Calle, que cuelga pequeños fragmentos literarios que se pueden leer entre una parada y otra del metro, como gancho o aperitivo para que el pasajero se sienta atraído por acercarse a la obra del autor. ¡Qué buena idea!
Lo cierto es que este fragmento me llevó a pensar sobre el atractivo que tiene ver en acción a personas expertas haciendo bien su trabajo y el valor educativo indudable que esto conlleva.
Ya lo dijo Makarenko en una ocasión: el educador ha de ser capaz de llevar a cabo, con gran pericia, una tarea concreta que genere admiración y entusiasmo en el educando.
Confirmo la afirmación del pedagogo: siempre he visto subir la motivación de los chicos y chicas frente a un educador o educadora que muestra habilidades en cualquier cosa, aunque ésta aparentemente no se relacione con la tarea educativa: una escaladora audaz, un ciclista consumado, un fino observador de las estrellas, una pintora, un músico, una experta narradora de historias…
Pongo el ejemplo y la foto de la científica Raquel Ibáñez Peral. Verla en acción, sin hacer de entrada nada más que observar, es garantía de despertar el interés por la ciencia.
Ese momento de motivación requiere silencio y atención. Aunque sea un ratito corto. Sin este espacio de calma, una no absorbe, no saborea, no aprovecha, lo que la persona experta ofrece: ¡un regalo que alimenta el espíritu!.
Una vez, en un campamento social y familiar de una entidad excursionista, en medio de una velada nocturna compartida por mayores y pequeños, un grupo de adultos se puso a bailar una danza relativamente complicada, pero que ellos dominaban la mar de bien. Los niños y niñas, fascinados por el espectáculo, miraban con ojos como platos.
Pero una de las madres que no bailaba -y que, casualmente, fíjate tu, era maestra- se puso inmediatamente un tanto incómoda y necesitó instar a los niños y niñas a que se pusieran a bailar también «su propia danza». Su argumento era «que no estuvieran tan pasivos».
¡Vaya estupidez! Rompió, con la mejor de las intenciones, pero con una mirada de corto alcance, ese momento de fascinación y encanto. Los niños y niñas estaban disfrutando, viendo una danza que exigía un gran esfuerzo.
Seguramente estaban aprendiendo mucho más que forzando la improvisación, cómo si el hecho de improvisar fuera lo más valioso o interesante que se puede hacer. Todos sabemos que esto es falso. ¡La improvisación y la espontaneidad están sobrevaloradas!
Afortunadamente, la mayoría de los niños y niñas no le hicieron caso y siguieron contemplando el espectáculo, y los pocos que se pusieron de pie para hacer algo, enseguida abandonaron. Claramente, no era el momento.
Sí, Rosa Chacel tiene razón: la maestría produce admiración y bienestar. No ahorremos a nuestros niños y niñas la oportunidad de disfrutarla. Eso significa, entre muchas buenas cosas, entrenar la atención y el silencio.

Aprendizaje-Servicio

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