Ayer me emocionó la noticia de la cuidadora que hace creer al anciano con Alzheimer que los aplausos de las ocho de la tarde son para él, por su concierto de armónica.
Gracias a esa bella mentira, el anciano no para de ensayar todo el día. Mantiene una ilusión y practica una habilidad que la enfermedad degenerativa todavía no ha arrasado.
La historia me hizo recordar que nunca en la vida tuve que mentir tanto como cuando atendía a mis padres, afectado él por Alzheimer y ella por otro deterioro cognitivo similar. El engaño era la estrategia para bajar la ansiedad y el dolor emocional producido por la desorientación y la pérdida progresiva de sentido.
En la familia aprendimos a tejer mentiras adaptadas a cada situación, que iba cambiando cada mes, a veces cada semana. Construimos mentiras prácticas, efímeras, permanentes, cinematográficas… ¡todas fueron necesarias!
Voy a contar algunas, apenas un 10% del total. No sé si pueden ser útiles, porque que cada persona es un mundo aunque la enfermedad sea la misma, pero me gustaría compartirlas:
No negábamos nunca nada, aunque no concordara con la realidad. Una negativa frente a cualquier cosa, por nimia que fuera, le generaba una ansiedad desproporcionada a mi padre. Por ejemplo, si estábamos comiendo y de repente comentaba que el mantel de la mesa me lo había regalado él -lo cual no era cierto- era mejor confirmar lo que decía y seguirle la corriente.
Porque si en aquel momento yo quería «sacarle del error» y desmentía su afirmación, la consecuencia era un aumento del desasosiego. No, no valía la pena.
Mentíamos respecto a las horas de las citas. Cuando mi padre todavía vivía en su casa y le íbamos a recoger para ir a comer a la nuestra, o para llevarle al médico, siempre le decíamos que llegaríamos más tarde de lo que habíamos previsto. Si nuestra intención era pasar a buscarle a las 13:00, le decíamos que pasaríamos a las 13:30 o incluso a las 14:00.
La razón era que cualquier retraso sobre la hora prevista, ni que fueran 5 minutos, ya le producía un gran nerviosismo. De hecho, una vez llamó a todos los hospitales y a la policía por un retraso de 10 minutos. En cambio, si llegábamos antes de lo que él esperaba, no había ningún problema.
Falsificamos dinero. Bueno, este fue el mejor de los engaños, el más cinematográfico. Estando mi padre ya ingresado en una residencia, cuando era imposible atenderlo en casa, conservaba sin embargo capacidad de cálculo y el deseo irracional de llevar encima bastante dinero, cosa prohibida en la residencia.
Mi padre no conseguía aceptar la norma y se ponía muy pesado, incluso agresivo, con el tema. De hecho, durante un cierto tiempo estuvo perdiendo dinero que no aparecía por ningún lado.
Tras fracasar todos los razonamientos, la psicóloga nos recomendó darle un fajo de billetes del monopoly. Al parecer, otros familiares habían seguido esta táctica con buen resultado. Pero nosotros sabíamos que en eso no le íbamos a poder dar gato por liebre: identificaría enseguida la falsedad de los billetes.
De manera que aprendimos a fabricar dinero a base de fotocopias muy bien conseguidas con la impresora de casa, arrugando el papel y envejeciéndolo hasta obtener un tacto parecido a los billetes normales.
A ver, esto es de lo más ilegal, pero en realidad no podíamos engañar a nadie: todos los billetes tenían el mismo número de serie y carecían de la banda magnética. Pero afortunadamente eso mi padre no lo llegó a notar. Hicimos el cambiazo y conseguimos un tiempo de paz para todo el mundo.
Me he vuelto mucho más tolerante con las mentiras a partir de esa época de navegar sin rumbo claro en el océano removido del Alzheimer. De acuerdo, no somos santos, pero a veces decir la verdad es inhumano e innecesariamente cruel.