Dos o tres semanas de vacaciones en la montaña observando no sólo la naturaleza, sino también las personas que la frecuentan, proporciona muchas dudas sobre lo que está bien y lo que está mal en este medio.
Este verano hemos visto demasiados casos de imprudencia por parte de guías de deportes de aventura, unos profesionales en los que debería ser posible confiar.
Se ganan la vida acercando a las personas al entorno natural y a una práctica deportiva que conlleva un cierto riesgo. Un trabajo apasionante desde muchos puntos de vista.
El problema es dónde fijar el límite de lo que es razonable proponer a los clientes. Por lo general, éstos no tienen capacidad para medir su propia preparación respecto a un medio y una actividad que desconocen, y, por defecto, se fían del guía.
Si el guía es muy escrupuloso y exige unos requisitos muy estrictos para realizar una determinada actividad, puede ciertamente quedarse sin clientes. Pero si por conseguir estos clientes el guía minusvalora los riesgos que pueden contraer personas demasiado jóvenes, demasiado desentrenadas o demasiado inexpertas, el resultado puede ser mucho peor.
En el libro de Ética para jóvenes de Educación Secundaria que escribimos el año pasado Josep Maria Puig, Xus Martín, Jordi Beltrán y yo misma, destinamos un capítulo a reflexionar sobre Ética y profesiones… La casuística hubiera dado de sí para un libro entero, con la ventaja de que los adolescentes captan a la primera dónde está el dilema.
Aparte de ayudar a resolverlo, hay que recordar aquello de que hace más ruído un árbol cayendo que cien árboles creciendo. Por fortuna, hay guías que son excelentes profesionales.