Fracasar significa haberlo intentado. Intentar es un acto de valentía, de asumir riesgos. Si una persona no se arriesga, no abandona la zona de confort de la rutina, la pasividad, el conformismo.
La semana pasada participé en una mesa redonda en el 1er Encuentro Eurolatinoamericano de Emprendedores Sociales Juveniles, y ayer asistí al IV Congreso Diálogo y Acción, de Fundación Bertelsmann, cuyo tema de debate era precisamente la cultura emprendedora y la participación juvenil.
Me llama la atención cómo en ambos eventos surgió la misma reflexión relativa a la capacidad de emprender: es necesario prestigiar el fracaso en una sociedad que huye de él como de la peste.
Los fracasos son valiosos, porque aportan experiencia y marcan el camino de las opciones correctas. Recuerdo una vez que estaba atendiendo una visita de un grupo numeroso de educadores de Madrid.
Después de las explicaciones optimistas, uno de ellos me espetó: Bueno, ahora dinos alguna cosa en que os hayáis equivocado. Le dije dos o tres, y del debate que se generó sacamos todos mucho provecho.
Los fracasos, como las enfermedades de la infancia, nos fortalecen porque nos estimulan las defensas. No hay que buscar el fracaso, pero hay que saber recibirlo y aprovecharlo.