Acabo de leer El factor humano, de John Carlin, el libro que me recomendó mi amiga Pepa. Pensaba que una vez leído ya no me quedarían ganas de ver la película, pero no es así, sino todo lo contrario.
No sólo por ver a Morgan Freeman, que es uno de mis actores favoritos, sino también porque tengo ganas de dejarme arrastrar un poco por la euforia colectiva del rugby, en principio un deporte tan poco atractivo para mí, probablemente porque no me he esforzado nunca por entenderlo.
La verdad es que me resulta familiar esa sensación irracional tan curiosa que se genera cuando se realiza alguna gesta física, aunque yo no practico deportes de estadio y gradas.
Lo mío es la montaña, la escalada, el esquí, el descenso de barrancos, el alpinismo en general… este tipo de cosas, en las que también una se siente eufórica cuando consigue vencer algún obstáculo o alcanzar alguna meta.
Es la euforia que nos vuelve generosos, sonrientes, abiertos, nos reconcilia con la humanidad, nos impulsa a abrazarnos y a desearnos lo mejor.
Pero externamente se parece peligrosamente a la otra: la de los holligans, la grosería, la prepotencia o la crueldad y la xenofobia en el peor de los casos.
Por eso al leer el libro me pareció inteligente y sumamente difícil el tomar toda la energía de la euforia, conducirla y canalizarla hacia un propósito utópico, en un contexto donde las inercias del pasado la hubieran conducido al desastre.
Sin duda, Nelson Mandela es uno de los genios del mundo contemporáneo.