Durante mis años en la universidad era normal que alumnos y profesores fumaran como chimeneas en las aulas. Ninguna persona afectada por el humo se atrevía a quejarse, bajo riesgo de ser tachada de represora, rancia o quejica.
Yo misma, cuando empecé a dar cursos a monitores, tenía que hacerme perdonar la exigencia de no fumar durante la clase, cosa que resolvía más o menos con una bolsa de piruletas. ¡Qué patético!
Ahora todo esto parece del Pleistoceno y realmente a ningún profesor ni a ningún estidiante se le ocurriría fumar tranquilamente en el aula. Uf, por lo menos en esto hemos avanzado bastante.
Por ello es una buena noticia que los adolescentes fumadores en Barcelona hayan bajado a la mitad en 25 años. Creo que es fruto, entre otras cosas, del rechazo social construido alrededor del tabaco.
Y, comparativamente, no ha pasado lo mismo con el consumo desproporcionado de alcohol, hacia el cual mantenemos una tolerancia increíble.
Ayer algunos estudiantes confesaron a una profesora que la única actividad remarcable de su fiesta universitaria anual consiste en jugar, en diferentes formatos, a ver quién aguanta más bebiendo alcohol. Ese es el principal «centro de interés».
¿Vamos a ser capaces de construir también rechazo social hacia esta peligrosa estupidez?