Acabo de leer un artículo interesantísimo, ¿Estamos abusando del trabajo en equipo?, de la revista Yorokobu, una publicación que descubrí en el asiento de un avión y que me enganchó desde el primer momento. ¡Hasta me he suscrito y todo!
El artículo desmonta la sobrevaloración del trabajo en equipo. Y estoy totalmente de acuerdo con ello: lo hemos mitificado hasta la agonía. Sobre todo en los trabajos intelectuales.
Citando a Rob Cross y Peter Gray, de la Universidad de Virginia, el artículo señala que los trabajadores del conocimiento pasan entre el 70% y el 85% de su tiempo en asistir a reuniones (virtuales y presenciales), gestionar el correo electrónico, hablar por teléfono y resolver una avalancha de peticiones de ideas y consejos. Muchos empleados dedican tanto tiempo a interactuar con otras personas que tienen que realizar muchas de sus tareas cuando llegan a casa, por la noche.
A mi me preocupa especialmente esta adicción en el ámbito social, más que en las universidades o las escuelas. Creo que el espíritu colaborativo que tenemos en las entidades sociales nos lleva a confiar demasiado en un trabajo en equipo a veces no lo bastante bien planificado para ser operativo y satisfactorio.
A parte de los riesgos de dispersión, falta de concentración, despilfarro del tiempo, etcétera, hay un elemento que acaba siendo minusvalorado, que es la reflexión personal previa a cualquier conversación colectiva que se pretenda productiva.
Reflexionar, un esfuerzo que suele comportar cosas del tipo leer con atención y pensar sin interrupciones ni distracciones, es algo que deberíamos hacer solos. El diálogo con los otros frecuentemente nos evita el trasiego o la incomodidad de explorar por nuestra cuenta.
Me temo que el trabajo en equipo a veces (ojo, ¡que que no digo «siempre»!) enmascara lo que es pura y simple pereza.