Pero bueno, ¿tu les dices a tus alumnos lo que les vas a poner de examen? – los otros profes me miraban con incredulidad.
¡Pues claro! – la verdad es que entonces yo no entendía donde estaba el problema.
Pero entonces… van a saber lo que les vas a preguntar, van a estudiar justo lo que les has anunciado y van a sacar buenas notas.
¿Pero no se trata de eso? Yo quiero que estudien determinados temas, precisamente, y que los aprendan y saquen buena nota…
Me costó mucho entender la argumentación de por qué había que mantener en secreto los temas a examen. Cuando finalmente la entendí, me pareció surrealista: se trataba de «pillar» al estudiante en falso. Además, poner malas notas otorgaba el prestigio imaginario de ser exigente y buen profesor.
Nunca llegué a aceptar esta lógica, como tampoco la de no dejar entrar en clase al alumno que llegaba tarde. Si resulta que perder minutos de clase no es bueno, y por eso le reprendemos… ¿qué lógica tiene castigar al que llega tarde con menos minutos todavía?
En fin, llega un momento en que una ya no discute -es muy duro discutir el sentido común- y se aferra con la nariz tapada a la odiosa libertad de cátedra o a una tibia y difusa tolerancia para que la dejen actuar en paz.
Por eso me ha encantado este profesor de inmunología de la Universidad de Valladolid. Se llama Alfredo Corell y hace poco dio una charla emocionante en el TEDxValladolid, contando cómo a pesar de todo es posible innovar en la universidad y los mejores cómplices son los estudiantes.
Alfredo, que antes de docente fue monitor scout (y, sinceramente, no creo que sea casualidad) les hace vivir la ciencia con el teatro, la música, el ir de tapeo, las tecnologías y las redes sociales.
Les hace explicar las cosas «como se lo contarías a tu abuela» , o sea, claro y al grano. Porque, según él, no hay peor ignorante que aquel que guarda el conocimiento para sí mismo.
¡Bravo, Alfredo! Necesitamos muchos profesores como tú…